(MORATIN, FORNER I VINAROS). L’afrancesat Leandro Fernandez de Moratín, famós autor de «El sí de las niñas», narra en una de les seues cartes les peripècies que va passar per les nostres terres, per Vinaròs i per Peníscola, per haver-se posat al costat dels francesos. Els fets es van produir en la retirada de l’exèrcit napoleònic i caiguda del rei «Pepet» -Josep I o Pepe Botella- germà de Napoleó, qui l’havia nomenat Bibliotecari Major. Adscrit per tant a la Cort napoleònica, va haver de còrrer, peregrí en la seua pròpia pàtria, la malaurada sort d aquella.
En la seua missiva relata dites peripècies, i diu que intenta quedar-se a Vinaròs dos vegades, sense aconseguir-ho. Afegix que va a casa d’un amic comú (d’ell i de la persona a qui dirigeix la carta). Seguríssimament la casa en qüestió seria la del nostre literat Joan Pau Forner, ja que a aquest li escriu tres cartes amb moltíssima confiança (li diu «Mi amado Juanito), que no transcribim de moment per raons óbvies d’espai.
Però deixem que les seues pròpies paraules ens ho relaten (1):
«A D. Sebastian Loche.
Barcelona, 18 julio 1814
Amigo mio: En una carta que escribí a la calle de Valverde, poco tiempo ha, dije que me proponía escribir a usted largamente, cuando me restituyese a Valencia; esto puede ser de un dia a otro; pero, como entre tanto nada tengo que hacer en esta ciudad, en donde a nadie trato, quiero entretenerme un poco con mi buen amigo, y darle cuenta en abreviatura de mis peregrinaciones y trabajos. Llegué a Valencia a primeros de septiembre del año 12, quebrantadísimo de mi viaje, tan incómodo, y estropeado el cuerpo y el ánimo, que temía ciertamente alguna enfermedad. Nada de esto hubo. Allí encontré inmediatamente sujetos tan apasionados a mí, tan deseosos de complacerme, que su amistad y el hermoso país que habitan me determinaron desde luego a permanecer allí; tan hostigado estaba ya con aquel rey de farsa, con sus embusteros ministros, con tanta relajación, tantas imposturas y picardías, que renuncié de todo corazón a la Corte, al empleo, al sueldo nominal y al trato y comunicación con tan pícara gente. Se fue de Valencia a Madrid el Rey Pepe, y yo me quedé. Salió un convoy con todos los que habían venido de Madrid; se dirigió a Zaragoza, y yo no me moví; volvió a mitad del camino, se detuvo en Valencia dos días, y prosiguió hasta Madrid, y yo me estuve quieto, firme siempre en mi propósito de no verlos más. Si alguna tranquilidad he tenido en todo este tiempo, fue cuando me vi libre de mi dependencia, y pasé contento cinco meses, en compañía de mis nuevos amigos, creyendo que pudiese durar más aquel estado de holganza en que me hallaba; pero no fue así. Pepe hizo una de las suyas, y el día 2 de julio, a media tarde, se supo que al día siguiente empezaria el ejército francés a evacuar el reino de Valencia. Yo había sido un empleado; había ido de Madrid con el convoy, y a mayor abundamiento, era caballero del Pentágono, circunstancias que me exponían, en los días temibles del abandono y desorden, a cualquier insulto del pueblo, y, en los siguientes, a la venganza de los literatos, con quienes sabe usted que jamás quise hacer pandilla. Salí, pues, de Valencia el 3 de julio de 1813; perdí el cofre en Murviedro; seguí adelante, y como no era mi ánimo ni alejarme mucho, ni salir de España, intenté quedarme en Castellón; pero me desengañaron, diciendome que el Fraile (hombre ferocísimo, capitán de unos cuatro mil patriotas, dignos soldados suyos) ocupaba los montes, y a pocas horas de pasar los franceses bajaría a todos aquellos pueblos, y nadie estaba seguro de su brutalidad. SEGUI HASTA VINAROZ. TAMBIEN HUBIERA QUERIDO QUEDARME ALLI; PERO ME DIJERON LO MISMO: EL FRAILE ERA DUEÑO DE TODA AQUELLA TIERRA. NO QUISE PASAR ADELANTE, PORQUE SUPE QUE LOS QUE IBAN EN EL CONVOY TENDRIAN QUE PASAR A FRANCIA IRREMISIBLEMENTE, COMO ASI SUCEDIó; y hallandome en este apuro, resolví quedarme en Peñíscola, y allí permanecí desde el día 9 de julio de 813 hasta el 13 de mayo de 814. Por algunas noticias que tuve de Valencia, vi que podría irme a Valencia y, pasando por la purificación, vivir tranquilo en aquella ciudad, a la cual llegaría, ya que no por tierra, por estar bloqueada la plaza, con cualquier barco que me pusiera en la costa a distancia de un par de leguas. Se lo propuse al gobernador francés (o, por mejor decir, se lo insinué solamente), y, entre futres y bufidos, me dijo que cuantos había en la plaza saldrían a un tiempo, o perecerían en ella. Los trabajos que pasé no admiten explicación: dormía sobre un poco de paja; no tenía zapatos; no había carne, ni tocino, ni fruta, ni verdura de ningún género; poco aceite, bacalao, mal vino, pan muchas veces compuesto de harina corrompida; atun que, al lavarle, llenaba las manos y los brazos de unas manchas amoratadas, que después se convertían en granos malignos. Sin botica, sin facultativos, sin refrescos, sin quina. No quiero dilatarme más en esto, porque sería nunca acabar. Por el mes de noviembre se empezó el sitio de la plaza, y el último día del año rompió el fuego y nos tuvimos que marchar todos al castillo, y en él a un calabozo pestilente, donde estabamos diez y seis personas, unidas por el común peligro y no por amistad y elección. Balas, bombas, granadas, estruendo espantoso, minas por todas partes, al paso que el escorbuto iba acabando con la guarnición, reducida ya a unos ochenta hombres útiles. Llegó el día 22 de febrero; cayó una bomba en la parte más alta del castillo, prendió fuego a unos cincuenta barriles de pólvora y varios mixtos que el ineptísimo ingeniero había colocado allí; voló con un estrépito horrendo la quinta parte de aquel grande edificio, arruinó una de las dos torres de la entrada; desplomó dos bóvedas sobre la habitación del gobernador, y él y una señora que estaba en su compañía, una pobrecita criada vieja, un capitán corsario y unos veinte soldados, todos perecieron, quedando estropeados y dando dolorosos aullidos otros veinte o treinta que cuasi todos murieron con diferencia de pocas horas. Esto sucedió encima de nuestros calabozos. No hay para qué ponderar a usted el temor que se apoderó de nosotros, y qué amargos días siguieron a aquèl. En fin, después de habernos arrojado más de catorce mil tiros de mortero y cañón, cesó el fuego el día 23 de marzo; súpose la venida de nuestro Rey, y entre los deseos vehementísimos de salir de aquel montón de ruinas (que ya no era otra cosa la ciudad) y las dificultades de conseguirlo se pasó todo abril y parte de mayo. Salí, en fin, solo, antes que la guarnición evacuase la plaza; ESTUVE EN VINAROZ, EN CASA DE NUESTRO COMUN AMIGO, ESPERANDO A QUE PASARAN LAS TROPAS DE MURVIEDRO Y PEÑISCOLA, que tardaron algunos días, y luego que se verificó y vi el camino libre y desembarazado de estorbos, me metí en un carro, dirigièndome a mi suspirada Valencia, suponiendo que había llegado el término de mis trabajos. Pero [cuánto me equivoqué! Llegué a dicha ciudad el 3 de junio …(…)»
(la carta continua extensament i no volem cansar al lector)
(1)Leandro Fernandez de Moratín. «Epistolario». Compañía Ibero-Americana de Publicaciones (S.A.)Puerta del Sol, 15. (Las cien mejores obras de la Literatura Española. Vol. 73). Madrid.
En el mateix llibre del que hem extret dita carta apareixen tres cartes de Moratín dirigides al lliterat Joan Pablo Forner, «mig vinarossenc», ja que de Vinaròs era el seu pare, metge de professió.
Primera Carta (Pàgina 25):
» A D. Juan Pablo Forner.
Montpellier, 23 de Marzo 1787.
Mi amado Juanito: Por la carta que escribí a tu vecino sabrás ya lo ocurrido en mi molesta peregrinación; ahora quiero responder a lo que me dices en la tuya. Bien me parece que te propongas escribir un compendio de nuestra historia, obra elemental para el uso de las escuelas. Nada hay en este géneroque merezca estimación; y no será inútil estudio de quien, con buena crítica, económica distribución, concisión, claridad y elegancia, nos dé un epítome de los sucesos ocurridos en nuestra patria desde la época en que dejan de ser fabulosos hasta la edad en que vivimos. Si lo meditas mucho, tú lo harás; pero no quiero callarte que me parece obra de mucha dificultad. Por otra parte, es necesario que un autor moderno proceda ya muy de otra manera que los antiguos, en cuyas historias todo es exagerado y maravilloso. No es ya tiempo de poner en manos de un niño relaciones de acaecimientos imposibles; porque en los primeros años todo se cree, y dura el error lo que dura la vida, y porque un historiador que escribe para enseñar debe hacerse superior a la credulidad del vulgo, no pactar con la ignorancia, y no ceder ni a la autoridad ni al ejemplo. No se trate ya del Rey Beto ni del Rey Tago, ni de la gran sequedad de España, ni de los metales que liquidó el fuego en los Pirineos, ni de otras fábulas parecidas a éstas, de que están llenas las primeras páginas de nuestra historia.
Y ¿qué dirás después, de la venida de Santiago y del Pilar que trajeron los ángeles? ]Cómo pintarás la muerte de San Hermenegildo, las causas de ella? ]Qué te parece de aquello de Santa Leocadia, cuando le dijo a San Ildefonso per te vivit Domina mea?. La cueva de Toledo, la batalla de Covadonga, el descubrimiento del sepulcro de Santiago, la victoria de Clavijo, la de Calatañazor, la de las Navas, el establecimiento de la Inquisición, la conquista de América, la expulsión de los judíos y moriscos, y otros sucesos principalísimos de nuestra historia, ]cómo ha de referirlos un escritor juicioso a fines del siglo décimoctavo? Si copia lo que otros han dicho, se hará despreciable; si combate las opiniones recibidas, ahí están los clérigos, que con el Breviario en la mano (que es su autor clásico), le arguirán tan eficazmente que a muy pocos silogismos se hallará metido en un calabozo, y Dios sabe cuándo y para dónde saldrá.
Créeme, Juan; la edad en que vivimos nos es muy poco favorable: si vamos con la corriente y hablamos el lenguaje de los crédulos, nos burlan los extranjeros, y aún dentro de casa hallaremos quien nos tenga por tontos; y si tratamos de disipar errores funestos, y enseñar al que no sabe, la santa y general Inquisición nos aplicará los remedios que acostumbra.
En cuanto al Compendio del padre Duchesne, traducido por Isla, ¿qué puedo yo decirte que no sepas tú? Obra de un jesuíta, puesta en español por un jesuíta, recomendada y aplaudida por jesuítas, que tenían a su cargo la educación de la juventud, necesariamente había de hacerse célebre, a pesar de de las nulidades que se encuentran en el original y en la traducción. Los versos del sumario, bien sabes que son rematadamente malos, prosaicos, flojos, arrastrados, llenos de extravagancias y ripio. El Compendio (considerándole en su original) está escrito por un extranjero, poco instruído en los fastos de nuestra nación, que no acertó a escoger los hechos de que debía componer su historia, ni presentó al lector la serie de vicisitudes políticas, desechando cuanto no es conducente a este fin, y conservando aquellos datos que son imdispensables para conseguirlo. / Así es que, examinando el citado Compendio, se hallan referidas en él ciertas menudencias, que solo en una obra muy voluminosa debieran mencionarse, al paso que se omiten hechos de grande importancia, sin los cuales la unidad y el progreso de la narración se pierde, resultando vacíos en ella que en vanose quieren llenar con reflexiones morales y políticas. La historia se forma con la relación, bien ordenada, de los sucesos, y a falta de ellos no la suplen nunca los discursos más elocuentes. Para adquirir una idea del descuido, la ligereza y superficialidad con que el padre Duchesne escribió esta obra, véase, por ejemplo, el reinado de D. Juan el Segundo, en el cual, olvidándose el autor de lo que sucedió en Castilla, por espacio de cerca de cincuenta años, se entretiene en escribir lo que únicamente pertenece a la historia de Aragón; y cuando se acuerda de hablar algo de don Juan el Segundo, ciñéndose a bosquejar una pintura poco fiel de su carácter e inclinaciones, no menciona, ni por casualidad, ninguno de los acaecimientos de su largo reinado. Sigue después el de Enrique IV, y en él refiere la privanza de D. Alvaro de Luna y su trágica muerte, atrasándola cerca de veinticinco años, atribuyéndose a D. Enrique lo que pertenece a su padre D. Juan, confundiendo las épocas, los sucesos y las personas. Así está escrito un libro que se pone en manos de nuestra juventud para que adquiera noticias exactas de la historia de su nación.
Aunque no carece de galicismos, la traducción de Isla no puede llamarse mala; y si se compara con las que se hacen ahora, es muy superior a todas ellas. En las notas que añadió al texto hay mil impertinencias que no merecen disculpa, prescindiendo del estilo bufonesco en que están escritas, por aquel empeño que tenía el Isla de hacerse el gracioso fuera de tiempo y sazón. La etimología absurda del nombre de España; la opinión, desmedida por cuantos monumentos existen, de que en ella había una sola lengua; creer de buena fe que era la vascongada; soñar que Túbal habló en vizcaíno; citar a García Torres para autorizar un suceso ocurrido en el siglo VIII; divertirse en referir, no una vez, ni de paso, los blasones de la villa de Valderas (punto invisible en la extensión de tanto imperio); tratar seriamente de la fundación de Fernando el Grande para que se hiciesen zapatos a los monaguillos de León; acordarse del dolor de cabeza que tuvo D. Diego lópez de Haro; contar las sopas en vino que se tomaron D. Alfonso el Onceno y el Conde de Trastamara; y decir que el Rey de Francia se puso al frente de treinta mil alguaciles, con otros chistes de este jaez, son distracciones, menudencias, desvaríos, ridiculeces imperdonables, que a cada paso se encuentran en las notas del padre Isla.
Resumo diciéndote que no tenemos un buen compendio de nuestra historia; que el de Duchesne, con prólogo, sumario y notas de su traductor, es cosa muy mala; que me parece absolutamente útil y necesario publicar una obra de esta clase para el uso de escuelas y colegios; que tú serías muy capaz de hacerlo; pero que tú, y cualquiera, se expondrán mucho si tratan de escribir la historia como debe escribirse. Pocos le agradecerán al autor las verdades que enseñe; tendrá por enemigos a cuantos viven de imposturas, y el Gobierno le dejará abandonado en manos de ingorante canalla.
Saluda de mi parte a Flérida, a los dos Llagunos y a Jovino, al cual escribiré cuando tenga un poco de holgura. Adiós.»
CARTA SEGONA (Pàgina 49)
«A D. Juan Pablo Forner.
París, 11 mayo 1787
Tu carta de 21 del pasado me ha puesto de muy mal humor, querido Juan, porque veo que no desistes del empeño imposible de aplastar y confundir a los pedantes vocingleros, a los poetas chirles y a los escritorcillos de pane lucrando, de los cuales no conseguirás jamás ni enmienda ni silencio. Déjalos que garlen y disputen, y traduzcan y compilen, y empuerquen papel y fatiguen los tórculos. A ti, ¿qué te va en ello? Quieres hacerte desfacedor de tuertos, y limpiar la república literaria de esas sabandijas cuya existencia, por más que sea molesta y perjudicial en ella, es absolutamente necesaria, como la de los tábanos y las avispas, en ese globillo miserable, de quien aseguran los filósofos que es el mejor de los mundos posibles; y ¿qué has de sacar al fin de esas interminables disputas, sino el odio general de esa gentecilla y el de sus amigos y apasionados? Que no hay ruin escritor que no tenga su pequeña corte de admiradores y devotos.
Nadie irrita en España impunemente a estos bichos ponzoñosos; porque, si no pueden con la pluma, te herirán con la lengua; levantarán mil chismes contra ti, te desacreditarán, murmurarán de tu conducta; y si no te convencen de mal humanista, te calumniarán de mal cristiano, y acabará otro lo que empezaron ellos. ]No ves qué descrédito resulta a las letras y a los literatos de tanto papelillo indecente, de tantas coplas venenosas, en que unos a otros se ridiculizan, sirviendo de diversión y escarnio a los haraganes de la Puerta del Sol? Deja en paz a los Iriartes, y a Ayala, y a Trigueros, y a Valladares, y a Moncin, y a Huerta, y a las tres o cuatro docenas de escritores de quienes te has declarado enemigo; y ocupa el tiempo en tareas que te adquieran estimación, y no te susciten persecuciones y desabrimientos. ]por qué no traduces a Juvenal, a Horacio, a Plauto o a los tres trágicos griegos? Que todo esto pudieras hacerlo bien, si el diablo no te inclinara hacia otra parte, para hacer inútiles tu entendimiento y tus estudios.
Créeme: no son los otros los que deben ni pueden enmendarse; eres tú; y si no lo haces, y si no desistes de esa manía de atacar a todo el mundo, y perseguir a todo fatuo que se te pone por delante, llegará el día en que te arrepientas tarde, y conocerás que te aconsejaba lo mejor tu invariable amigo…»
Carta tercera
«A D. Juan Pablo Forner
París, 18 junio 1787
No quiero dejar de contestar a la última tuya, aunque me coge muy ocupado. Lo que me preguntas no puede reducirse a una carta, y será menester remitirlo a nuestros paseos del Retiro. Te diré solamente que la celebridad del teatro francés me parece justamente adquirida. No hablemos de sus poetas, que ya los conoces; pero ciñéndome a la propiedad, al decoro de la escena y al método de declamación, te aseguro que sorprende el mérito de estos actores. No en todos los teatros se hallan iguales motivos de admiración: pero en el que se llama Teatro Francés, destinado a tragedias y comedias, si todo no es perfecto, le falta muy poco.
La comedia, en particular, se representa con tal verdad, tal expresión, tanta soltura y tan delicado chiste, que me parece que no se puede hacer más: las figuras, la edad, los trajes, el gesto, los movimientos, la entonación, la total armonía, los grupos, las distancias, la interrupción del diálogo, los soliloquios, los apartes, todas las menudencias que deben observarse en este arte dificilísimo, todo se estudia, y todo aparece como espontáneo y casual.
La Contat es excelente actriz, y entre los actores sobresalen Molé, Fleury, Dugazon y Dessesarts. En la tragedia, como composición más ideal, la representación más exagerada a la francesa, y apoyada en convenciones meramente locales, no está exenta de la censura de un extranjero; pero, a pesar de cuanto quiera decirse en contra de ella, nadie negará los excelentes rasgos de perfección que a cada paso excitan en el auditorio la admiración y el entusiasmo.
La Raucourt sobresale en los papeles de Medea, Clitemnestra, Atalia, Agripina y otros de este género. La Rive es un excelente trágico, y sus compañeros Vanove, Naudet y Saint Fal merecen la estimación del público.
En los demás teatros hay actores de mucho mérito porque en todos hay una misma escuela: aquí la representación es un arte, tiene principios seguros, y maestros que le enseñan y le practican.
De la Grande Opera, que es el hechizo de los franceses, no quisiera decirte palabra; pero, porque no te enfades, diré solamente que las decoraciones y las máquinas son admirables, el aparato magnífico, la orquesta de lo más exquisito en la ejecución insufrible para todo el que no haya nacido francés.
Repito que estoy de prisa, y que a nuestra vista departiremos largo y tendido sobre la materia; entonces te hablaré de la perfectísima Dugazon, que hace el papel de loca en una nueva composición intitulada «Nina»; te daré noticia de los teatrillos pequeños, incluso el de Beaujolais, donde se acciona y no se habla; te informaré del cochino que sabe leer y escribir y ajusta cuentas; del ejército de perros rusos que toman por asalto la plaza de Oczakoff, a pesar de los perros turcos que la defienden, y en medio del fuego espantoso de la artillería trepan por la muralla y enarbolan el pendón de la moderna Semíramis.
Entre tanto pásalo bien, y adiós…»
BIBLIOGRAFIA
(1)Leandro Fernandez de Moratín. «Epistolario». Compañía Ibero-Americana de Publicaciones (S.A.)Puerta del Sol, 15. (Las cien mejores obras de la Literatura Española. Vol. 73). Madrid.